Diario de una historia

sábado, enero 18, 2014

Y ellos sonreían

Empezaron a bailar por toda la tienda, mientras todos los miraban sin saber muy bien qué estaban haciendo. Por qué se salían de los cánones establecidos de comportamiento en público. Y ellos reían, en cambio.
Lo hacían todas las tardes, hasta que cerraban las tiendas y luego se iban a beber café barato a algún bar de nueva moda que no supiera hacer más que agua sucia en tazas de porcelana. Y toda esa gente que estaba alrededor suyo suspiraba, se cabreaba, hasta incluso mandaban improperios hacia ellos. Pero ellos no, ellos reían, en cambio.
Y cuando la noche era dura y pura allá arriba, en sus corazones latía una especie de adrenalina alimentada de un amor puro, completamente libre que les pedía demostrar al mundo las cosas que hacían de la mejor forma que se les daba. Siendo locos libres en una ciudad de esclavos.
Por eso muchas noches, en la madrugada, corrían desnudos delante de la comisaría de policía, del hospital y los conventos. Comían, inspirados por los Simpson, tarros y tarros de helado delante de los gimnasios y seguían sonriendo. Porque a cada nueva locura que hacían se sentían más y más libres. Como si las cadenas no tuvieran nada que ver con ellos.
Y aunque eran jóvenes, nunca dejaron de hacerlo. Ni en aquel entonces, ni cuando tuvieron hijos. Porque sus hijos corrían con ellos, de la mano, sonriendo.
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Memorias de un fumador

No, claro que no, se decía a él mismo, claro que no estoy muerto, simplemente algo apático hacia las sensaciones, y quizás en el fondo, hacia la vida en sí. La veo algo distante, muy gris sobre un fondo londinense. Como si la propia vida no quisiera saber de ella misma y se escapara entre las rendijas de una ventana entreabierta. Pensaba, con los cristales empapados y la ciudad vacía un sábado largo.
Sí, se sentía apático. Pero de una apatía tan fina y perfecta que se podría decir que estaba muerto. Y lo convincente que llegaba a ser esto le resultaba de lo más divertido, pues siempre se imaginaba que era un fantasma perdido buscando sus propias memorias para poder volver. Qué difícil era creérselo a veces. Y qué rápido volvía a tener hambre.
En algún lugar de mi vida he perdido, volviendo a lo que pensaba, esa necesidad de expresar lo hermoso de lo oculto, esa maravilla completamente escurridiza que sólo unos pocos artistas pueden capturar. Ese brillo en lo oscuro.
Sí, aquella pequeña persona, perdida en un mar de realidades desde hace cuantísimo tiempo no se había escurrido ni aunque fuera unos mínimos minutos de su realidad, y mira que todos quieres unas vacaciones. Pero por alguna razón, él pensaba que tenía que seguir de pie, estoico. Como si debiera una favor a la vida, o a las personas que lo componían. Pobre idiota.

Y qué rápido volvía a tener hambre
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sábado, enero 11, 2014

Cap.2

Ella había sido siempre de té, por mucho que mi padre hubiera preferido aquel horroroso sabor amargo del café, y el amarilleo que se le quedaba en los dientes por tanto fumar y tomar café. Quién sabe, puede que en el fondo los dos quisieran parecer grandes seres misteriosos que no podían más que lo intentaran dar su cara al mundo, y enmascaraban su presencia con el humo que desprendían las tazas. Aunque ella siempre ha sido de té, y eso le daba un toque más místico.

- Deberías sentarte, Anaura - me dijo, tras darse cuenta que llevaba un buen rato mirándola desde el marco de la puerta.

Las conversaciones nunca habían sido nuestro fuerte, en realidad el fuerte de ninguno de nuestra familia. Cuando nos sentábamos todos a comer, en una especie extraña de celebración cada vez que tocaba navidad, año nuevo o cualquier cumpleaños (entre otras cosas porque mi padre nunca quiso hacer las míticas celebraciones, y le dábamos toques extranjeros, temporales y cromáticos) nadie hablaba. Había una especie de comunicación no verbal en la cual todos sonreíamos sin saber bien por qué y, mientras dejábamos limpio el plato, murmurábamos cosas como: "hoy el cielo está muy azul" (siendo noche), o "mañana lloverá temprano, como siempre, quizás caigan un par de gatos" y no sé, sigo sin saber bien por qué, todos nosotros reíamos, como si la vida no tuviera tiempo ni espacio y allí siempre estaba yo. Sonriendo. Como ahora mismo cuando mi madre me pedía que me sentara.

Abrió un libro, y como siempre, empezó un breve preámbulo mirándo de soslayo las pequeñas gaviotas que sobrevolaban la ciudad.
Cada día andan más perdidas murmuró

- Todo el mundo queremos un pequeño sitio para nosotros, ¿sabes? - me miró - todos queremos de alguna u otra forma huir de todo esto y escapar a un mundo maravilloso que nadie conozca, o que sólo lleguen a conocer unos pocos, - y me sonrió, como el confidente que va a contar una mentira - todos deseamos de alguna forma ser amos y señores de cualquier cosa, aunque no exista, ser únicos e importantes.

No parpadeaba. Muchas veces la había interrumpido, hace años, y me iba dando cuenta que cualquier cosa que dijera no tenía mucha importancia si no decía lo que exactamente tenía que decir, como si no pudiera haber fallos, como si esto no fuera más que un guión sin improvisación.

- Tu padre me ragaló - dubitó durante unos segundos - bueno, realmente nos regaló, un pequeño reino de papel, en donde yo y él eramos "Los señores del reino de papel"
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jueves, enero 09, 2014

I'm a fucking loser



Se decía una y otra vez, tirada en la cama, casi hasta creérselo. Siendo el único testigo de su pequeña muerte aquella humedad del techo que parecía decir algo. Pero no.
Aquella noche no tenía lágrimas para nadie más, aunque sinceramente no le había pasado gran cosa. Un pequeño desliz con una amiga, su novio no la quería como ella pensaba, o como ella había querido pensar que era el amor - Mierda de películas y sus actores tan perfectos - y se tiraba en la cama con su pijama de women' secret, que mira tú por donde, no le daba frío aunque afuera hiciera dos grados bajo cero. Oh, espera, tenían calefacción. Me faltaba remarcar eso.
Como iba diciendo. Ella estaba ahí, tirada en la cama, pensando que su vida se había convertido por fin en ese tipo de película que toda adolescente quería vivir. Por fin, aunque pareciese raro, había tenido problemas a los que enfrentarse - sí, ya sé que sólo eran problemas triviales de sus amigos y su novio, pero joder, si no tiene nada más a lo que aferrarse, ¿qué diantres esperáis? - y mientras miraba aquella humedad en el techo, pensando que su cuarto era una pocilga y sus padres no querían cuidarla como ella se lo merecía, deseaba con todas sus fuerzas desprenderse de una lágrima como si fuera una persona normal, aunque recordar, no es este el caso, ella es especial, ella es de película.
Así que se dio la vuelta y esperó ansiosa una réplica al mensaje que había enviado por whatsapp. Y como era de esperar, no llegaba, quizás porque su novio estaba tonteando con Jinny, o con Michelle, o con aquella chica belga de intercambio que había llegado con su melenaza rubia y sus tetas despampanantes. O quizás, había otras posibilidades de que estuviera pasando la noche con sus amigos (porque entre otras cosas, ella no había dicho nada de su malestar emocional, esperaba que alguien lo sintiera, no sé, telepáticamente o algo parecido) y disfrutaba de las cervezas como cualquier otro joven normal una noche del sábado. O quizás, sólo quizás, si su obnubilación no fuera tan grave, se daría cuenta que no había dos "check" y que como de todos es sabido, el mensaje de Te quiero no había llegado a su destino.
Tiró el móvil de seiscientos euros por la habitación que con tanto esfuerzo le habían comprado los padres, hacia una moqueta demasiado mullida haciendo que su furia enérgica se viera reducida a un simple: "puf"
Se dio la vuelta e inundó su cara en la almohada de latex, y si hubierais estado ahí, os juro por todos los dioses en los que creo, sentiríais la gran y enorme decepción al oír cómo repetía de nuevo, la tan dichosa frase:


I am a fucking loser


Dí que sí, chica
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lunes, enero 06, 2014

jueves, enero 02, 2014

Re-make de un libro que hace tiempo debería haber terminado

Los ángeles siempre vuelan muy alto, me solían decir mis padres cada vez que miraba al cielo, y yo, me preguntaba por qué nunca les daba por bajar y hablar con nosotros, ¿acaso tenían miedo? como los perros pequeños de la tía Soledad, que siempre ladraban mientras se iban metiendo para atrás, a los oscuros pasillos de aquella casa sin ventanas, o como el tío Juan que nunca se atrevía a aguantar la mirada de papá. Pero siempre que alzaba la vista al cielo intentaba mirar algún resquicio entre las nubes grises, entre las blancas y las negras, con el sueño en el alma de poder arrebatarles su identidad prófuga y poder decir: sí, ahí están.

Pero nunca estaban. Ni ese día ni los anteriores. Y catorce años después seguían sin venir, aunque ya no hubiera perros en la casa de la tía Soledad, y mi padre no pudiera asustar al tío Juan, ni a nadie más. No vi ángeles en los funerales, ni en las tardes lluviosas y largas en las que mi madre no quería salir de su mustia apatía. Parecía un sauce llorón con demasiados inviernos secos; completamente ajada, como si su papel, su piel, no tuviera intención de seguir siéndolo. Como si no quisiera que nadie más la leyese.


Y cada tarde que volvía del instituto, la encontraba en el mismo lugar, mirando por la ventana quién sabe qué. Con una taza humeante de té que despredía el mismo olor con el que estaba impregnada toda la sala, las demás habitaciones y se podría decir que el propio corazón de la casa.
Muchas veces quería acercarme a ella y llorar durante horas esperando que por fin, las lágrimas pudiera limpiar de una vez toda la negrura que se había despositado en nuestros corazones. Pero sabía a ciencia cierta que nada, ni el té ni las lágrimas podrían sacarla de su apatía, de la muerte lenta en la que se estaba sumiendo.

Hasta que un día decidió levantarse, como se levanta un viejo roble del suelo y hace crujir todo un bosque. Se la oyó suspirar como hace años que no lo hacía y, aunque yo no estaba ahí, el pequeño Huesos, nuestro gato, se acercó a ella para ver qué pasaba. Y fue el único que vió cómo de una pequeña vitrina, que con los años se había vuelto completamente invisible, sacaba poco a poco, con la delicadeza que sólo puede tener una madre con sus hijos, unos libros con las tapas raídas, las hojas amarillas y una miríada de palabras escritas a mano, todas bajo el yugo de un título, que en mi más tierna infancia creía haber oído.

Los hombres de Ceniza

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miércoles, enero 01, 2014

Feliz 2014


Nunca ha significado mucho para mi este año, quiero decir, el novedoso y para nada repetitivo año nuevo. No quiero recordar a nadie que la inmensa mayoría de las veces un año nuevo es demasiado grande como para catalogarlo como bueno o como malo, al igual que la ingente cantidad de personas que lo conforman, no tiene un color, y si lo fuera, sería algo muy colorido y tirando a demasiado puaj, digo.
Pero por otra parte, como tantas veces durante todos estos años en los que lo he celebrado (que por desgracia sólo recuerdo tres o cuatro a lo sumo) he mirado al cielo y he sentido lo mismo que todos los años. He sentido, no cómo el año se muere y da paso al nuevo, si no cómo todas esas personas que por fin se ponen de acuerdo en algo al mismo tiempo, les da por terminar con un año, así, por su pura vanidad, y empezar otro, que seguramente sea en general, igual que todos los anteriores.
Y qué queréis que os diga, no hay nada más bonito que sentir que hacemos algo por fin juntos, después de tantos colores, tantos odios. No sé, en el fondo soy un romántico en este sentido, aunque a mi forma, como con todo, siempre a mi forma.
El 2014 no será nada del otro mundo, ni mejor ni peor, será como todos los años, más que nada porque no se acaba un año, si no que continúa un día largo, largo y cansado que es en donde vivimos y donde nos toca vivir.
Aunque eso no significa que pierda toda esa magia tan especial que le damos a las cosas sin magia.
En el fondo seguimos siendo unos soñadores. Y por eso escribo, porque espero que alguien me responda, y que ese alguien no sea ninguno de vosotros.
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Caminantes