Empezaron a bailar por toda la tienda, mientras todos los miraban sin saber muy bien qué estaban haciendo. Por qué se salían de los cánones establecidos de comportamiento en público. Y ellos reían, en cambio.
Lo hacían todas las tardes, hasta que cerraban las tiendas y luego se iban a beber café barato a algún bar de nueva moda que no supiera hacer más que agua sucia en tazas de porcelana. Y toda esa gente que estaba alrededor suyo suspiraba, se cabreaba, hasta incluso mandaban improperios hacia ellos. Pero ellos no, ellos reían, en cambio.
Y cuando la noche era dura y pura allá arriba, en sus corazones latía una especie de adrenalina alimentada de un amor puro, completamente libre que les pedía demostrar al mundo las cosas que hacían de la mejor forma que se les daba. Siendo locos libres en una ciudad de esclavos.
Por eso muchas noches, en la madrugada, corrían desnudos delante de la comisaría de policía, del hospital y los conventos. Comían, inspirados por los Simpson, tarros y tarros de helado delante de los gimnasios y seguían sonriendo. Porque a cada nueva locura que hacían se sentían más y más libres. Como si las cadenas no tuvieran nada que ver con ellos.
Y aunque eran jóvenes, nunca dejaron de hacerlo. Ni en aquel entonces, ni cuando tuvieron hijos. Porque sus hijos corrían con ellos, de la mano, sonriendo.
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Lo hacían todas las tardes, hasta que cerraban las tiendas y luego se iban a beber café barato a algún bar de nueva moda que no supiera hacer más que agua sucia en tazas de porcelana. Y toda esa gente que estaba alrededor suyo suspiraba, se cabreaba, hasta incluso mandaban improperios hacia ellos. Pero ellos no, ellos reían, en cambio.
Y cuando la noche era dura y pura allá arriba, en sus corazones latía una especie de adrenalina alimentada de un amor puro, completamente libre que les pedía demostrar al mundo las cosas que hacían de la mejor forma que se les daba. Siendo locos libres en una ciudad de esclavos.
Por eso muchas noches, en la madrugada, corrían desnudos delante de la comisaría de policía, del hospital y los conventos. Comían, inspirados por los Simpson, tarros y tarros de helado delante de los gimnasios y seguían sonriendo. Porque a cada nueva locura que hacían se sentían más y más libres. Como si las cadenas no tuvieran nada que ver con ellos.
Y aunque eran jóvenes, nunca dejaron de hacerlo. Ni en aquel entonces, ni cuando tuvieron hijos. Porque sus hijos corrían con ellos, de la mano, sonriendo.