Los ángeles siempre vuelan muy alto, me solían decir mis padres cada vez que miraba al cielo, y yo, me preguntaba por qué nunca les daba por bajar y hablar con nosotros, ¿acaso tenían miedo? como los perros pequeños de la tía Soledad, que siempre ladraban mientras se iban metiendo para atrás, a los oscuros pasillos de aquella casa sin ventanas, o como el tío Juan que nunca se atrevía a aguantar la mirada de papá. Pero siempre que alzaba la vista al cielo intentaba mirar algún resquicio entre las nubes grises, entre las blancas y las negras, con el sueño en el alma de poder arrebatarles su identidad prófuga y poder decir: sí, ahí están.
Pero nunca estaban. Ni ese día ni los anteriores. Y catorce años después seguían sin venir, aunque ya no hubiera perros en la casa de la tía Soledad, y mi padre no pudiera asustar al tío Juan, ni a nadie más. No vi ángeles en los funerales, ni en las tardes lluviosas y largas en las que mi madre no quería salir de su mustia apatía. Parecía un sauce llorón con demasiados inviernos secos; completamente ajada, como si su papel, su piel, no tuviera intención de seguir siéndolo. Como si no quisiera que nadie más la leyese.
Y cada tarde que volvía del instituto, la encontraba en el mismo lugar, mirando por la ventana quién sabe qué. Con una taza humeante de té que despredía el mismo olor con el que estaba impregnada toda la sala, las demás habitaciones y se podría decir que el propio corazón de la casa.
Muchas veces quería acercarme a ella y llorar durante horas esperando que por fin, las lágrimas pudiera limpiar de una vez toda la negrura que se había despositado en nuestros corazones. Pero sabía a ciencia cierta que nada, ni el té ni las lágrimas podrían sacarla de su apatía, de la muerte lenta en la que se estaba sumiendo.
Hasta que un día decidió levantarse, como se levanta un viejo roble del suelo y hace crujir todo un bosque. Se la oyó suspirar como hace años que no lo hacía y, aunque yo no estaba ahí, el pequeño Huesos, nuestro gato, se acercó a ella para ver qué pasaba. Y fue el único que vió cómo de una pequeña vitrina, que con los años se había vuelto completamente invisible, sacaba poco a poco, con la delicadeza que sólo puede tener una madre con sus hijos, unos libros con las tapas raídas, las hojas amarillas y una miríada de palabras escritas a mano, todas bajo el yugo de un título, que en mi más tierna infancia creía haber oído.