No, claro que no, se decía a él mismo, claro que no estoy muerto, simplemente algo apático hacia las sensaciones, y quizás en el fondo, hacia la vida en sí. La veo algo distante, muy gris sobre un fondo londinense. Como si la propia vida no quisiera saber de ella misma y se escapara entre las rendijas de una ventana entreabierta. Pensaba, con los cristales empapados y la ciudad vacía un sábado largo.
Sí, se sentía apático. Pero de una apatía tan fina y perfecta que se podría decir que estaba muerto. Y lo convincente que llegaba a ser esto le resultaba de lo más divertido, pues siempre se imaginaba que era un fantasma perdido buscando sus propias memorias para poder volver. Qué difícil era creérselo a veces. Y qué rápido volvía a tener hambre.
En algún lugar de mi vida he perdido, volviendo a lo que pensaba, esa necesidad de expresar lo hermoso de lo oculto, esa maravilla completamente escurridiza que sólo unos pocos artistas pueden capturar. Ese brillo en lo oscuro.
Sí, aquella pequeña persona, perdida en un mar de realidades desde hace cuantísimo tiempo no se había escurrido ni aunque fuera unos mínimos minutos de su realidad, y mira que todos quieres unas vacaciones. Pero por alguna razón, él pensaba que tenía que seguir de pie, estoico. Como si debiera una favor a la vida, o a las personas que lo componían. Pobre idiota.
Y qué rápido volvía a tener hambre
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Una historia más, un recuerdo más