Se levantaba, según decían, a las cinco de la mañana para escribir poemas, en una pequeña máquina de escribir que no hacía más que bostezar, racaneando de en vez en cuando y pidiendo una limosna, una miaja de tinta porque hasta el papel parecía más alma que poema.
Las descorchadas paredes de la habitación, las botellas vacías, apelmazadas, como si fueran parte del mobiliario, reflejaban y mantenían presente el desazón de su mirada, la carga gastada de tantos años sin nada más que hacer, sin nada más que soñar, que otro día a las cinco de la mañana.
Las descorchadas paredes de la habitación, las botellas vacías, apelmazadas, como si fueran parte del mobiliario, reflejaban y mantenían presente el desazón de su mirada, la carga gastada de tantos años sin nada más que hacer, sin nada más que soñar, que otro día a las cinco de la mañana.