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Disfruta con lo que haces

Quitó. Con una sutil gracia y demagoga lentitud las dos gotas de sangre que habían salpicado su delicado pañuelo rosa. Miró en derredor para cerciorarse de que nadie había conseguido ver aquella humillación. Y acto seguido, suspiró.
Comprendía perfectamente que hubiera que matar a tantas miserables criaturitas del señor cuando no servían para otra cosa que estorbar. A las piedras y a los vagabundos se les pega patadas. Pero a esta calaña hay que hacerles cosas distintas.
Se arrodilló ante aquella niña sollozando lleno de asco. Apenas podía respirar su inmundo olor de pobre, aquellos pelos grasientos y llenos de bichos. Por Dios. A veces le parecía raro que algunos no comprendieran lo que él hacía por los demás. 
  • Tú - Se tapó la boca - ¿Sabes por qué estás aquí?

Le calló una patada en la boca cuando se puso a llorar. Insolentes bastardos. No tienen educación.
  • Responde, engendro. ¿Qué haces aquí?
  • Yo... - No pudo más que echarse a llorar a sus pies, intentando proclamar algo de porfavor o algo de benevolencia. O cualquier cosa. Sin más.Por muy raro que pareciera no quitó a la niña de sus pies. Lo único que hizo fue agacharse con ella y cogerla de las mejillas. Mirarla profundamente a los ojos y volver a suspirar.
Y a respirar.
- Lo único que haces aquí es estorbar a las personas importantes de este mundo. Te pones ahí en medio de la calle y nadie puede pasar - le dijo lentamente, sin dejar de mirarla.- Tú simplemente estuviste ahí. Molestando. Como si esta vida fuera tuya. Como si tuvieras algún derecho. Y mi carruaje ha tenido que parar porque tu pequeño cuerpo me ha jodido la rueda. Y tú no tienes ni idea de lo que vale una rueda de esas ¿
verdad, mocosa?

Le vino un seco sabor a sangre y mientras lo estuvo saboreando fue acariciando la cabellera de la niña, aplastando con sus dedos las liendres y las chinches que había proliferado como gitanos en aquella jungla de pelos. Estuvo arrastrando la sangre de sus anteriores heridas, sopesando cuán grande sería su cráneo. Qué tan bien le quedaría colgando en uno de sus cuartos de juego. Y, como por arte de magia. Aquellas manos atravesaron el cráneo de la niña como si fuera papel mojado. Un pequeño crujido en una mañana de domingo. La dejó en el suelo y de su deshajado sueter salió rodando una pequeña manzana roja.

La había conseguido unos instantes antes. Y por eso estuvo despistada. Los domingos siempre iba a casa de unos grandes señores que tenían muchas tierras, caballos y personas ayudándolos. Y siempre que la veían pasar por la calle para mirar más de cerca los jardines. Ella se acercaba y la daba una manzana recién arrancada del árbol.
Estuvo muy contenta aquel día. Esta vez habían sido dos. Una era para su hermana.

Y claro. Aquel hombre, se quitó los pocos pelos que le habían quedado en la mano, las pequeñas esquirlas de hueso y recogió la manzana del suelo.

Se dirigió al mozo que llevaba los caballos y le dijo seriamente
  • Recuerda que nada debe tirarse


Y se la comió.

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