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Decían de ella

Decían del sonido lúgubre de sus besos cada vez que recitaba en una ventana abierta, mirando al mar. La decían como si no tuviera nombre, como si todas las veces que ella se hubiera puesto a cambiar, a mejorar para tener un hueco privilegiado dentro de la escala social, no hubiera servido de nada, porque ellos no sabía de su nombre, no sabía nada de ella porque era una más que quería destacar.
La sin gritos, la melancólica avenida de la luz de invierno, la chica que moría todos los días. Sin morir.
Y pensaba que era peor de lo que creía cada vez que veía otra que, al igual que ella, sufría de lo mismo, de una apatía mustia que congelaba los dedos más temblorosos, como si temblar sirviera de algo para recuperar el calor. Era ella sin duda la chica más perdida, la descolorida flor que sembraba poemas allá a donde iba.
Y nunca consiguió el amor. Ni nada que se le pareciera, ni si quiera cuando aquel otro poeta, de versos cortos y miras largas creaba paraísos oníricos con cada canción en cada antro que actuaba. Ella no estaba preparada para salir de su castillo de otoño donde todos los árboles lloraban y la tierra estaba demasiado seca. Siempre se le abría a su paso una dama de vestido blanco, recordándola que su destino era estar triste en el mismo lugar donde estaría hasta morir.
Ni si quiera los poetas podrían sacarla.
¿Y para qué luchar? Se cuestionaba día y noche, madrugada tras madrugada, como si tuviera que tener un final apoteósico donde su personaje convirtiera el cambio en algo fuera de lo ficticio, algo fuera de lo normal. Algo intermedio donde pudiera creerse lo que veía.

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Una historia más, un recuerdo más