Diario de una historia

sábado, noviembre 22, 2014

Y te fuiste, una vez más

Hay tantas cosas que podrían ser tu nombre. Todos esos lápices de colores que corrieron despavoridos por las hojas blancas de una infancia entera, de las nubes agostadas sobre lienzos de gris acuarela, las tardes en el parque, los gritos y enfrentarse contra monstruos invisibles. Todo era tan real como la vez que nos vimos, tú cogiendo las manzanas de un árbol prohibido y yo sintiéndome pequeño mientras agarraba la mano de mi madre para no salir corriendo. Hay tantas cosas que podrían ser tu nombre, como los vientos del norte que venían cada invierno a azotar las límpidas oquedades que dejaban los días sin sol, sin esperanza alguna de salir a jugar. Y si no mal recuerdo, cada vez que pronunciaba tu nombre y tú reías por cómo sonaba en mis labios, me volvían de repente al colegio y su rutina, a sus estudios y estudiosos, a cada rincón frío de los pasillos cada vez que me echaban porque no hacía otra cosa que volver a escribirte. Cuánta tinta en cuántos poemas me habré gastado para que pudieras verme durante un segundo como yo te veía si respirabas. Y volvían los suspiros de otoño cargados de hojas. Y la calidez de tus abrazos, de tus mejillas sonrosadas porque no lo sabías hacer bien. "No suelo abrazar a nadie, perdona si lo hago mal" Me dijiste en aquel entonces y supe que te había encontrado. La luz de un cuento inacabado.


Se me hace tan raro volver a escribirte. Cómo cuesta hacer terciopelo con las manos y el pecho ajado. Quién diría que algún día lo haría sólo, otra vez en pleno invierno y pensando que si escribo tu nombre en la esquina de cada cuaderno, alguna nueva brisa de otoño vendrá y, tus mejillas y aquel árbol prohibido y una y otra vez volveré a los parques y sus monstruos. Y tus labios.

Hay tantas cosas que podrían ser tu nombre, tanta vida que te compartía. Que no comprendo por qué no estás.
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jueves, noviembre 20, 2014

Quizás no era poesía ni poema

Era una sensación extraña, como el ala leve del leve abanico de ese poema tan resabido que a duras penas sobrevivía en la memoria. Era como cuando recuerdas que sigues vivo porque amas a alguien que no eres tú y parece que tu existencia ha cobrado sentido. Pero no era amor, ni tampoco poesía.
Y por eso era una sensación extraña, porque había conseguido desbaratar el lomo y las hojas de mi propia enciclopedia. Por lo que... qué nombre podría darle?
Quizás no necesitaba ni un nombre, ni un color ni un sabor. Y su mera existencía era suficiente para darle sentido.
Quizás se había convertido en una persona, pero nadie lo sabía porque andaba sola.
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miércoles, noviembre 12, 2014

Decían de ella

Decían del sonido lúgubre de sus besos cada vez que recitaba en una ventana abierta, mirando al mar. La decían como si no tuviera nombre, como si todas las veces que ella se hubiera puesto a cambiar, a mejorar para tener un hueco privilegiado dentro de la escala social, no hubiera servido de nada, porque ellos no sabía de su nombre, no sabía nada de ella porque era una más que quería destacar.
La sin gritos, la melancólica avenida de la luz de invierno, la chica que moría todos los días. Sin morir.
Y pensaba que era peor de lo que creía cada vez que veía otra que, al igual que ella, sufría de lo mismo, de una apatía mustia que congelaba los dedos más temblorosos, como si temblar sirviera de algo para recuperar el calor. Era ella sin duda la chica más perdida, la descolorida flor que sembraba poemas allá a donde iba.
Y nunca consiguió el amor. Ni nada que se le pareciera, ni si quiera cuando aquel otro poeta, de versos cortos y miras largas creaba paraísos oníricos con cada canción en cada antro que actuaba. Ella no estaba preparada para salir de su castillo de otoño donde todos los árboles lloraban y la tierra estaba demasiado seca. Siempre se le abría a su paso una dama de vestido blanco, recordándola que su destino era estar triste en el mismo lugar donde estaría hasta morir.
Ni si quiera los poetas podrían sacarla.
¿Y para qué luchar? Se cuestionaba día y noche, madrugada tras madrugada, como si tuviera que tener un final apoteósico donde su personaje convirtiera el cambio en algo fuera de lo ficticio, algo fuera de lo normal. Algo intermedio donde pudiera creerse lo que veía.
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Caminantes