Diario de una historia

lunes, enero 05, 2015

Todos queremos ser libres.


Estuvo paseando por el último pasadizo que quedaba antes de llegar a su casa. Como si esperase que en algún momento la propia ciudad le diera alguna razón para que se quedara más tiempo fuera, para que hiciera algo, cualquier cosa. Aquella tarde de invierno las nubes no querían desvestir el cielo y celosas del mundo se mantenían firmes, amenazantes. Como un gran ejército sediento de sangre.
Ojalá pudiera quemarlas. Pensó Ayla. Y estuvo relamiéndose los labios mientras pensaba en lo maravilloso que sería ver un cielo entero en llamas. El calor, los chillidos y toda la absoluta devastación que conllevaría. Negro sobre rojo. Sangre sobre asfalto. Un único y auténtico caos que pondría a todos en su sitio y dejarían ya de fijarse en estupideces como el culo, las tetas y el puto tamaño del móvil y empezarían a reemplantearse su forma de vida. Comer sería un poco más importante. Quizás. Preocuparse por vivir en vez de desperdiciar la vida.

No sé qué fue. Quizás algo de aburrimiento, un Dios perdido en su sino o quizás el mero destino. Pero después de divagar por toda la muerte y destrucción sus ojos se posaron en un pequeño mechero que estaba tirado en la calle.
La casualidad le hizo ver un zippo de metal, casi nuevo. Parecía que se acababa de caer de algún incauto que se lo había pillado.
“Son caros” Pensó. Excusándose. Como si no quisiera aceptar que el mechero no se había caído de ningún bolsillo y que estaba ahí para ella. Para lo que ella quería.
De golpe, echó el rostro para un lado, como si la hubieran abofeteado y no quisiera ser partícipe de esa macabra e ilusoria realidad.
“La vida no puede ser tan irónica.”De todas formas les tengo mucho miedo, quiero decir. Tengo pánico a esos mecheros. Tengo…”
Tiene gracia cuando Ayla se puso a pensar todo esto porque en su fuero interno se moría de ganas de coger el mechero y quemar al mundo. Pero antes incluso de pensarlo su cerebro había empezado a maquinar una sarta de mentiras y de estratagemas tan intrincadas que ni el mismisimo Sherlock Holmes sería capaz de destramar:

Las cosas malas no son buenas. Eso quema y hace daño. A la gente no le gustan las cosas que hacen daño. Y tú no quieres hacer daño a nadie, ¿verdad Ayla? Tú eres una chica buena que todo el mundo tiene que mirar, aceptar y querer. Todos te tienen que querer. Así que deja ese mechero ahí, donde está. No lo toques. No, si lo husmeas podrá ser tarde. DÉJALO DONDE ESTÁ AHORA MISMO. ¡¡TÚ NO DECIDES TU VIDA MALDITA PERRA!!

Fue demasiado tarde. La voz se fue perdiendo. Lo tenía en sus manos y le pesaba. Le quemaba la palma con un calor familiar. Como si no quisiera hacerle daño. Sólo marcar su presencia.
Terminó por darle la vuelta y sonrió. Ahí estaba, una pequeña inscripción en el metal nuevo. Una simple palabra:

FUEGO

Lo sintió todo. Cada bamboleó del metal entre sus dedos. La brisa del aire entre sus cabellos. Sus labios enrojecidos y el corazón bombeando sangre como una locomotora. Alzó el mechero al cielo y el mundo se quiso parar. Estaba en trance. No tenía miedo, ni vergüenza. Ni una estúpida voz que le dijera que parase.
El mundo le pareció pequeño.

Y el cielo empezó a arder.



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